Era el año
1912, y las elecciones presidenciales en Estados Unidos estaban en su punto
álgido. El expresidente Theodore Roosevelt había decidido volver a la arena
política debido a la irritación que le producía la manera en que su sucesor, el
presidente William Howard Taft, había estado gobernando el país. La campaña era
dura; cada día parecía presentar nuevos retos. Pero surgió un problema que
nadie había previsto. Ya se habían impreso tres millones de copias de la
fotografía de Roosevelt para ponerlas en circulación, junto con un discurso
electoral, cuando el jefe de campaña descubrió una metedura de pata
catastrófica: no se le había pedido permiso al fotógrafo para usar la
fotografía. Para empeorar las cosas, no tardó en descubrirse que las leyes
sobre propiedad intelectual permitían que el fotógrafo pidiera hasta un dólar
por cada copia de la fotografía. En 1912, una pérdida de tres millones de
dólares equivalía a perder más de sesenta millones hoy. Ninguna campaña podía
permitírselo. La alternativa también era muy poco atractiva: volver a imprimir
tres millones de folletos sería tremendamente costoso y podría causar retrasos
graves.
El jefe de campaña tenía que tratar de negociar un acuerdo mejor con el
fotógrafo. ¿Cómo negociar?